
No creo que, en la hora que pasé con José Antonio Kast, haya dejado de sonreír ni un segundo. Una sonrisa plena, inocente, juguetona, casi infantil. No se la conocía antes, aunque —supongo— siempre estuvo ahí, agazapada en el fondo de este militante convencido de la derecha más rigurosa. Una sonrisa que desarma, sí, pero también distrae.
No es que antes fuera antipático, o siquiera parco. La tranquilidad con que dice cosas tremendas ha sido siempre su mejor arma. No se enoja, ni siquiera cuando lo insultan. Esa impasibilidad cortés solo multiplica el tamaño de los insultos. Siempre supo reír cuando era necesario. Pero algo del joven intensamente pálido que intentó defender el gremialismo cuando la oposición a Pinochet apenas salía a la luz seguía hasta hace poco habitando en él: una timidez, una frialdad que le costó no pocos votos cuando se enfrentó a su némesis exacta: el presidente Boric. El hijo de la dictadura versus el nieto de Allende.
Esta vez, vestido con short y polera negra, hablamos de la muerte temprana de sus hermanos, del infarto de sus padres, sin que la sonrisa abandonara su rostro. Él atribuye esa serenidad al ejercicio físico, al que se entrega con disciplina junto a un personal trainer varias veces por semana. Pero no puedo evitar pensar que parte de ese alivio viene también del hecho de no ser ahora el lobo feroz. Tener a su derecha a alguien todavía más de derecha le permite parecer razonable, incluso moderado. Lo que no es. Ni quiere ser.
Kast siempre ha preferido los principios a las personas, la convicción a la empatía, el orden a la duda. Por eso impresiona que, esta vez, se muestre ligero, casi festivo. Como si ya no tuviera nada que demostrar. Como si la política chilena hubiese girado a tal punto que ahora él —sí, él— encarnara la estabilidad. Es un conservador que se volvió centrista por efecto óptico. Un personaje que se ha mantenido intacto mientras el país se inclina, se fractura, se disloca.
Siempre me pareció un misterio que José Antonio Kast tuviera apenas cinco años más que yo y, sin embargo, una vida tan completamente resuelta, unas ideas tan escalofriantemente claras. Pero esta vez, debo confesarlo: el viejo era yo. Y el que parecía más nuevo era él.