
Se suele criticar a los políticos por su pasión por el disimulo: su amor por el secreto, sus trucos sucios y su falta radical de inocencia, esa que los niños en los cuentos de hadas exhiben con naturalidad. Pero Francisco Chahuán parece escapar por completo a ese estereotipo. Al menos esta semana, demostró una ingenuidad tan desarmante como fuera de lugar, al renunciar —sin exigencias ni cálculo aparente— a 36 años de militancia en Renovación Nacional.
¿La razón? Su candidata presidencial, Evelyn Matthei, se lo pidió. Por ella —y solo por ella— estuvo también dispuesto a competir en una primaria que sabía que debía perder.
Francisco Chahuán estaba así dispuesto a perder meses de su vida, y muchas suelas de zapatos haciendo puerta a puerta, sabiendo no solo que iba a perder en las primarias, sino que era su deber perderlas. Iba a entregar —solo para que su candidata se sintiera menos sola— algo de ese capital político que él, y solo él, juzga infinito, en una aventura que sabía sin mañana. Todo eso lo iba a hacer, o lo estaba haciendo, mientras, por esta misma ingenuidad impredecible, apuñalaba a su candidata contando en público conversaciones supuestamente privadas. Conversaciones donde se planificaban justamente esas primarias sin verdadera competencia, en las que él iba a lanzarse por pura y santa lealtad.
El infierno está pavimentado de buenas intenciones, dicen por ahí. Lo cierto es que el senador Chahuán consiguió, al mostrarnos en vivo y en directo su corazón abierto y sangrante de buenas intenciones, lo contrario de lo que buscaba: la candidata quedó más sola de lo que ya estaba. Él no logró del todo irse de RN, ni tampoco quedarse. Y la derecha demostró que solo le falta, para gobernar, gobernarse, que es, por lo demás, lo primero que se les pide a quienes aspiran a la primera magistratura.
¿De dónde viene esta bondad que hace mal? Sin saber nada de su infancia, uno puede adivinar que al senador Chahuán alguien lo quiso mucho de niño. Alguien —su padre farmacéutico o su madre notaria, ambos primos perfectamente palestinos— le dijo que era único, bello, que era necesario e imprescindible. Alguien le dijo que estaba destinado a cosas grandes: a ser diputado primero, a ser senador después, a ser presidente tarde o temprano. Una fe ciega que algo supo ver, porque casi todo lo ha logrado en la vida, menos eso último: que esas cosas conseguidas parezcan hijas del destino, y no de la voluntad.
Chahuán no tiene otra ideología que la de ser un buen hijo, un buen alumno, un buen cristiano y un buen militante. Todo eso teñido de la pequeña excentricidad mediterránea de sentirse, de alguna manera, un elegido. Un poco de mesianismo que contrasta con la falta absoluta de riesgo ideológico con que aborda la realidad nacional: provinciano, estudioso, cuidadoso, pero de alguna manera también coqueto, ambicioso, secretamente vanidoso, quizás.
Chahuán no es un villano ni un farsante: es, justamente, lo que promete ser. Pero en un sistema hecho para desconfiar, su fidelidad devota, su necesidad de agradar, su pulsión por ser útil aunque nadie se lo pida, construyen no solo una figura trágica, sino una figura prescindible. En este juego de máscaras, él ha decidido llevar su propia cara puesta. Se le agradece la sinceridad, la lealtad, la generosidad, pero seguro que muchos de sus amigos y correligionarios deben pensar que, en política, la inteligencia sin astucia es un juego más peligroso que la ruleta rusa.
Aunque cabe la posibilidad de que los ingenuos seamos nosotros y que este cacique electoral, que casi siempre saca la primera mayoría en las elecciones, no sea el niño bueno que quiere mostrarnos. Puede que no mienta, pero que diga la verdad de un modo conveniente. Puede que sepa, mucho mejor de lo que aparenta, jugar el juego de la política. Mal que mal, ha logrado que se hable de él muchas veces sin crear verdaderas noticias. Mal que mal, es dentro de su partido una figura de poder de la que no se puede prescindir. Si esta segunda hipótesis —la de una astucia tan perfecta que no se puede predecir desde fuera— es correcta, hay quizás detrás de la torpeza de la jugada un plan secreto y perfecto. Es difícil adivinar cuál es, pero por lo pronto ha logrado que hablemos de él sin necesidad de iniciativas parlamentarias que expliquen los titulares. Es quizás la verdadera trama detrás de la trama: la obligación que tiene un político de primera línea de no hacerse olvidar. De que se hable, bien o mal, de él nuevamente.