
No hay que confundirse cuando se habla de Universidad.
En Chile nos confundimos hace algún tiempo y todavía se pagan los altos costos de unir con cola fría su sentido más profundo, histórico, basal, con conceptos secundarios y derivados, como la “participación” o la “integración”.
El origen de las universidades en Europa, allá por el siglo 13, siempre tuvo como base -en su sangre, en su nervio, en su razón de ser- el sueño de formar ciudadanos capacitados EN y PARA lo superior. De acuerdo a eso, todos quienes ingresaran a ellas -como profesores o como alumnos- debían propender a la erudicción, a expandir el conocimiento y el pensamiento crítico. Digo: una universidad es, siempre, un ejercicio de capacidades, no de ganas ni de derechos. Ojalá -pero esto es otra cosa- todos sus alumnos ingresaran a ellas producto de su talento, y que ese talento surgiera en los más diversos barrios y ámbitos.
Sería genial y muy lindo, pero no ocurre. El punto es que esa falla social no se corrige abriendo las puertas a lo loco, como tratamos de hacer acá.. La Universidad no ha sido nunca para todos, ni debiera serlo. Las universidades son la sala de máquinas, el laboratorio, el centro neurálgico de toda comunidad; el lugar físico y emocional que nos hemos dado, por siglos, para investigar, comprender, analizar y revisar las antiguas y las nuevas ideas, las distintas corrientes ideológicas, artísticas y científicas. Por lo mismo, requieren de una alta exigencia de ingreso y eso no es bueno olvidarlo. Como tampoco es es bueno, ni sano, que algunas entidades impostoras propendan abiertamente a sumar y sumar alumnos sin más requisitos previos que pagar (¿o debiera decir botar la plata?).
Dicho todo esto, no nos perdamos un segundo: para que una universidad tenga sentido y siga honrando su historia, también depende de la más absoluta libertad de cátedra, del sagrado derecho a seguir haciéndose preguntas y correcciones todo el tiempo, de hablar de lo que sea y cuando sea.
En ese sentido, lo que está haciendo hoy el gobierno de Estados Unidos con buena parte de la gente que ha construido su prestigio como país (las universidades de Harvard, Yale, MIT, Columbia o Princeton, que por algo ocupan los primeros puestos en todos los rankings mundiales de excelencia) resulta aberrante. Recortar y retener presupuestos hasta que no se expulse a ciertos alumnos y profesores, sofocar la libertad académica, evitar que se converse sobre “diversidad, equidad e inclusión” o impedir futuros intercambios con estudiantes extranjeros negando visas a partir de requisitos ideológicos es otra manera, también muy grave, de equivocarse y no entender lo que es una Universidad.
La autonomía universitaria está, desde sus orígenes, directamente ligada a los grados de libertad de una sociedad y, por extensión, a su nivel intelectual. Supone la posibilidad de decidir sin injerencia de gobierno alguno ni de fuerzas religiosas o políticas, qué es lo que se estudia en ellas, cómo se estudia, qué es lo que se critica y cómo esa crítica se somete al escrutinio del resto. Todo estado y todo gobierno no sólo debe aceptar esto, sino entenderlo como un mínimo para “hacer universidad”.
Si eso no pasa, si eso no se cumple, ese templo del saber pasará muy luego a ser una mera tiendita de estudios, propiciando la debacle, la mediocridad y, acto seguido, la fuga de cerebros a otras latitudes.
Vale preguntarse, claro: ¿cuánta culpa tienen en lo que pasa hoy en Estados Unidos los profesores y alumnos hiper progresistas que arrasaron con todo en las últimas décadas, aplastando disidencias, intentando una cuasi total hegemonía y aplicando todo tipo de cancelaciones, incluso de lenguaje, con una intolerencia absurda? Probablemente, bastante.
Pero eso no justifica las torpes intolerancias de signo opuesto que hoy estamos viendo. Entre otras cosas porque son mucho mayores. La independencia que demanda el quehacer universitario es la base de todo. Si se pierde, si se inician las razias, si hay iluminados que creen poder coaccionar a los pensantes -piensen estos lo que piensen- ha llegado el momento de levantar la voz…o de pensar seriamente en trasladarse a otros lugares en el mundo. Porque lo que era por siglos, ya no seguirá siendo. Nunca más.