
Hablar de televisión en una época de transformación vertiginosa, donde la tecnología y las dinámicas sociales se redefinen constantemente, es una tarea desafiante. Requiere no solo conocimiento del medio, sino también una mirada abierta y flexible frente a su evolución. Porque ya no hablamos de un acto unidireccional – yo te cuento, yo te informo, yo te acompaño, yo te ilustro – sino de un ecosistema comunicacional profundamente distinto.
Hubo un tiempo en que las audiencias elegían entre cuatro o cinco señales dominantes. La “torta publicitaria” era generosa y alcanzaba para casi todos, en proporción directa al rating obtenido. Y si el rating no acompañaba, siempre había un “dueño” dispuesto a sostener el canal, por cariño patrimonial o por vocación de servicio público. Así fue como, sucesivamente, universidades (en los años 50 y 60), el Estado (en los 70) y empresarios –primero nacionales, luego internacionales– apostaron por la televisión como plataforma de influencia y valor social.
Pero el siglo XXI trajo consigo una revolución silenciosa y constante. El desarrollo tecnológico –impulsado por internet, computadores, teléfonos móviles y plataformas digitales– desordenó el mapa mediático. Y los medios tradicionales, en especial la televisión, no reaccionaron con la rapidez ni la audacia que el momento requería. Basta decir que recién hace unos días comenzó a implementarse un nuevo sistema de medición de audiencias para contenidos televisivos. ¡Recién!
Las consecuencias están a la vista:
La pérdida de centralidad: diarios y televisión dejaron de ser parte del día a día, sobre todo para los más jóvenes.
El retroceso económico: la caída en la inversión publicitaria ha debilitado seriamente la sustentabilidad del sistema.
El freno creativo: sin recursos, se hace cuesta arriba producir contenidos periodísticos, culturales y de entretención que compitan con profesionalismo y atractivo.
Y, sin embargo, nunca fue más urgente que hoy contar con medios confiables. Cuando nos inunda un mar de plataformas de dudosa procedencia, con escaso apego a la verdad y la ética, las audiencias necesitan anclas: referentes editoriales que ofrezcan información verificada, contenidos de calidad y una mirada con vocación pública. Ese es, paradójicamente, el gran desafío y también la gran oportunidad. Porque la confianza se convierte en valor, y el valor en retorno. No será fácil. Pero es posible. Se requiere inversión, equipos creativos y comprometidos, paciencia estratégica y trabajo constante. Porque si bien la televisión ya no ocupa el trono exclusivo que tuvo durante décadas, aún tiene mucho que decir. Siempre que se atreva a reinventarse.