
La historia del humor en Chile no le ha hecho aún justicia a Mediomundo, por lejos el programa humorístico más completo que hemos tenido. Andrés Rillón, que dominaba el elenco con la autoridad de un sabio zen, convocó en torno a su maestría en el absurdo a talentos tan disímiles como Felipe Izquierdo, Gloria Münchmeyer, Patricio Torres y el siempre añorado Rodolfo Bravo. Estos dos últimos encarnaban a un par de fisicoculturistas de baja estofa que eran interpelados por automovilistas y transeúntes. Invariablemente, ante esos gritos anónimos, los personajes se preguntaban con gravedad cívica: “¿Ridículo o ridículos?”
Lo mismo podría preguntarse la senadora Paulina Vodanovic, protagonista de una de las escenas más bochornosas en la ya bochornosa historia del socialismo chileno. En ella se la ve encabezar un grupo de dirigentes que, subiendo por la escalera central de la sede del partido, gritan con fervor estudiantil: “¡Allende vive!”.
Es, por supuesto, un acto de pura voluntad. De alto pensamiento mágico. Todos sabemos que Salvador Allende murió en La Moneda ese trágico 11 de septiembre de 1973 que nadie puede —ni debe— olvidar. Allende se dio la muerte, o nos entregó su vida, y ese gesto lo hace inmortal. Pero no tan inmortal como para sobrevivir, ni él ni su partido, a la conjunción fatal de tontería, pillería, estulticia y flojera con la que su hija y sus nietos y 17 abogados abordaron la fallida, y por cierto fatal, compra de su casa.
Ningún grito en la escalera del partido, ni en el cielo ni en La Moneda, borra la falta de astucia, o de inteligencia, o de sobriedad (o de las tres al mismo tiempo) que demostró la senadora Allende. Tampoco excusa a la senadora Vodanovic de hacer lo único que debía haber hecho: expulsar a Isabel Allende del partido apenas el escándalo —innegable e inexcusable— salió a la luz pública.
No lo hizo. Y cualquier cosa que haga a continuación será simplemente ridícula. Aunque intente, como los personajes de Mediomundo, alegar que el ridículo es plural y que lo comparte con el presidente, el gobierno y el Frente Amplio en general o en específico, objeto de un odio ya caníbal entre los militantes socialistas. Es a ellos —nadie puede dudarlo— a quienes grita Paulina Vodanovic desde la escalera, esa misma desde la que intenta fingir autoridad. Un grito que es una queja que no puede tener consecuencia porque el partido socialista, por más ofendido, aburrido, abrumado que se sienta en compañía de los cabros cuicos mal enseñados del Frente Amplio, no puede salir del gobierno.
Hija del senador Hernán Vodanovic, del ala más moderada del partido, Paulina llegó a la jefatura del PS cuando nadie quería tomar las riendas de la organización. Después del estallido, de la pandemia, y de las sucesivas victorias del Frente Amplio, nadie daba un peso por ese partido con un machete como símbolo y la transición política como medalla y prontuario a la vez. Tranquila, más coqueta de lo que parece, entrenada en la adversidad, Vodanovic hizo de la falta una virtud, de la tradición un clásico, de la soledad una fortaleza. La ayudaron los fracasos del Frente Amplio que, una vez en el gobierno, le pidió auxilio. Se los dio, pero siempre cobrando. Tanto y tan bien negoció que olvidó que ni su partido ni ella habían sido realmente elegidos por el pueblo (llegó al senado en reemplazo de Alvear y Elizalde).
Ese es quizá el núcleo del problema. El que hace cosas que nadie entiende no es necesariamente ridículo. Caminar desnudo por la calle es vergonzoso, pero si uno sabe lo que hace y por qué lo hace, puede ser transgresión y no “pena”, como le dicen los mexicano a la vergüenza. El ridículo nace de la distancia insalvable entre cómo una persona se percibe a sí misma y cómo la perciben los otros. Así, el Partido Socialista cree tener un poder que en gran parte le ha sido regalado. Cree que puede tener candidato propio, o candidata (la propia Vodanovic), cuando lo único lógico sería sumarse —sin hacerse notar demasiado— a la única candidatura más o menos viable del sector, la de Carolina Tohá.
Gritar que “Allende vive” no sería ridículo si su propio partido no lo estuviera asesinando, otra vez, al invocarlo. Pero es aún más ridículo creer que algo se gana con eso o que algo se deja de perder. Paulina Vodanovic no es ingenua ni fanática: el ridículo nace precisamente de fingir que puede ser ambas cosas mientras sigue ejerciendo un poder que no tiene para conseguir un honor que ya perdió. No ella su partido, lo que le permite el alivio de responder a la pregunta ¿ridícula o ridículos? Un generalizador: Ridículos.