Una reforma sin dirección
La reforma enfrenta problemas de viabilidad. Estamos en marzo y en noviembre habrá elecciones presidenciales y parlamentarias. La agenda del Congreso estará dominada por proyectos de seguridad, economía y el Fondo de Educación Superior (FES), que reemplazará el CAE. En ese contexto, ¿realmente alguien cree que una reforma política será la prioridad?

Reformar el sistema político en Chile no es sencillo. La fragmentación del Congreso, con más de 20 partidos con representación parlamentaria, ha convertido la toma de decisiones en un campo minado donde los acuerdos son frágiles y dependen de constantes negociaciones entre múltiples actores sin mayorías claras. Para enfrentar este problema, el Senado tramita una reforma transversal -aprobada en general- que establecía un umbral del 5% para que los partidos accedieran a la repartición de escaños en la Cámara de Diputados. Sin embargo, la semana pasada, el Gobierno presentó una indicación sustitutiva que eliminó esa propuesta y cambió por completo el foco de la discusión.
El problema no es solo que el Ejecutivo rechazó el umbral -que, dicho sea de paso, tampoco era una solución mágica-, sino que nadie sabe con certeza cuál es su estrategia real para reformar el sistema político. Como dijo el ministro del Interior, Álvaro Elizalde, la reforma constitucional “es solo una parte del cuadro” y será complementada con una reforma legal. Pero, ¿de qué trata exactamente esa otra reforma? Hasta ahora, lo único claro es que se descartó el umbral y se reforzó la disciplina partidaria.
El ministro también justificó su eliminación diciendo que “se aplica en países que tienen voto de lista”, como Alemania, sugiriendo que en Chile sería inaplicable. Pero este argumento es discutible. Países con sistemas proporcionales abiertos, como España y Suecia, han establecido umbrales del 3% al 5% para evitar la proliferación de micropartidos. Es cierto que la cultura política chilena prioriza a los candidatos sobre los partidos, pero eso no significa que estas medidas sean incompatibles con el sistema, sino que es una decisión política sobre el peso que se quiere dar a los partidos.
Y aquí es donde el debate se vuelve aún más confuso. La reforma del Ejecutivo no aborda la fragmentación de origen, sino que endurece la disciplina partidaria. Si bien la prohibición de cambiar de bancada ya existía en la reforma original del Senado, el Gobierno la refuerza con nuevas reglas, como la pérdida del escaño en caso de expulsión del partido. Además, permite que las colectividades emitan órdenes de votación en ciertos temas.
El Ejecutivo sostiene que estas órdenes solo aplicarán en materias vinculadas a los principios del partido, pero sin precisar quién define qué constituye un “principio” y qué no. Esto deja un margen amplio para interpretaciones discrecionales, lo que podría generar tensiones internas, como ocurrió con los senadores de la DC que fueron expulsados tras votar en contra del primer borrador constitucional. De haber estado vigente esta reforma, esos senadores habrían perdido sus escaños y habrían sido reemplazados por personas alineadas con la orden del partido, anulando cualquier margen de disidencia.
Además, la reforma enfrenta problemas de viabilidad. Estamos en marzo y en noviembre habrá elecciones presidenciales y parlamentarias. La agenda del Congreso estará dominada por proyectos de seguridad, economía y el Fondo de Educación Superior (FES), que reemplazará el CAE. En ese contexto, ¿realmente alguien cree que una reforma política será la prioridad?
Incluso si sortea el Senado, en la Cámara de Diputados enfrentará una resistencia feroz. Es ahí donde los partidos pequeños tienen más representación y difícilmente aceptarán normas que los perjudiquen. No es casualidad que el umbral del 5% desapareciera de la propuesta del Ejecutivo. Se eliminó sin ofrecer una alternativa clara para reducir la fragmentación, como podría haber sido la eliminación de pactos y subpactos.
Si algo ha quedado claro en este debate es que no hay un diseño serio detrás de la reforma, solo una reacción política que no resuelve el problema central. En teoría, busca mejorar la estabilidad del Congreso; en la práctica, solo garantiza bancadas más disciplinadas, mientras el desorden legislativo sigue intacto.
Si el Ejecutivo realmente tiene un plan, es momento de que lo explique. De lo contrario, esta reforma pasará a la historia no como el inicio de un Congreso más ordenado, sino como otro intento fallido de corregir problemas sin incomodar demasiado a quienes los generan.